
Todo esto hizo que me acordara de la señora Mercedes.
La señora Mercedes era una mujer de 80 años, menudita, delgada y muy amante de los animales. Su tarea diaria era levantarse muy temprano y empezar la ronda de cuidados con sus mascotas y todas las que podía de la calle. La típica señora mayor que pone de comer a los gatos callejeros y cada dos por tres me traía animales para esterilizar a pesar de su escasa pensión. Un día llegó a la clínica y me dijo que en breve tendría que sacrificar a varios de sus perros. ¿cómo es eso?, le pregunté. Resulta que sabiendo de su amor y desvelos por los animales, una de sus hijas la engañó y le hizo creer que iban a comprar una casa nueva con terreno para poder vivir con todos ellos. Vendió su antigua casa a otras personas y además le dió a su hija todos sus ahorros para el adelanto de la compra de la supuesta finca. Qué ilusionada que estuvo esas semanas. Cuando se acercaba por la clínica me comentaba entusiasmada lo bien que iban a estar sus perros y sus gatos. El día que tenía que dejar su vivienda porque llegaban los nuevos inquilinos, la señora Mercedes estuvo esperando en la calle con sus últimas pertenencias y rodeada de sus perros. La hija le había prometido recogerla, pero pasaron las horas, los nuevos propietarios se asentaron en su nueva casa y la señora seguía esperando en la calle. Una vecina le dió de comer y otro le ofreció un lugar donde dormir hasta que se aclarara el asunto. Yo me ofrecí a llevarla a ella y a sus perros al lugar donde iba a pernoctar y pude comprobar in situ que el lugar no era digno ni para sus animales. Una cochera abarrotada de trastos y suciedad y un colchón roído, roto y mugroso sobre el suelo y pegado a la puerta. En varias ocasiones la llevé de ese garage a la clínica hasta que sacrificamos al último de sus animales. La otra hija que venía para hacerse cargo de ella no le permitía llevarse nada más que a uno.
La señora Mercedes parecía haber creado un escudo contra la inmundicia humana y externamente no reflejaba la angustia que debe suponer que tus propios hijos te engañen vilmente y te arrojen a la calle. Su preocupación era que al menos sus animales tuvieran una muerte y un final más digno que el de ella. Al fin y al cabo le quedaba el consuelo de que ellos nunca lo hubieran hecho.
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